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Fiesta de todos los Santos | Por Monseñor Martín Dávila

“Con tu sangre oh Señor nos redimiste”. El 1 de noviembre la Iglesia Católica festeja a todos los Santos, tanto canonizados como no canonizados y en los cuales incluye a los coros de los Ángeles.

Por: Miguel Fierro Serna 01 Noviembre 2018 13:57

Este día también, recordamos y celebramos a todos los millones de personas que han llegado al cielo, aunque sean desconocidos para nosotros. Porque Santo es aquel que ha llegado al cielo, y de entre ellos, hay muchos que han sido canonizados y son por esto propuestos por la Iglesia como ejemplos de vida cristiana.

La fiesta de todos los Santos es una de las más antiguas de la Liturgia. Desde el siglo IV existía una fiesta en memoria de todos los Santos, que se celebraba en distintos días según las diversas iglesias.

El Papa Bonifacio IV obtuvo del Emperador Focas el traslado de un gran número de reliquias de mártires traídas de las catacumbas al templo más grande del paganismo romano dedicado a todos los dioses (el Pantheon) en tiempos de Augusto.

El 13 de mayo de 610. Bonifacio IV convirtió el Pantheon en Basílica cristiana dedicada a Santa María y a los mártires. Después se dedico el templo universalmente, consagrándose a Santa María y a todos los Santos.

El Papa Gregorio IV fijó esta fiesta el 1 de noviembre. San Gregorio VII trasladó a ese día el aniversario de la dedicación del Pantheon. De esta manera la fiesta de todos los Santos nos recuerda el triunfo de Cristo sobre las falsas divinidades paganas.

Es por eso que la Iglesia nos manda en este día echar una mirada al cielo, que es nuestra futura patria, para ver allí, con San Juan, a esa gran turba, a esa muchedumbre incontable de Santos, figurada en esas series de 12000 inscritos en el libro de la vida,—con lo cual se indica un número incalculable y perfecto,—y procedentes de Israel y todas las naciones, pueblos y lenguas, los cuales, revestidos de blancas túnicas y con palma en la mano, alaban sin cesar al Cordero sin mancha.

Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen, los bienaventurados Ángeles en sus nueve coros, los Apóstoles y Profetas, los Mártires con su propia sangre purpurados, los Confesores, radiantes con sus blancos vestidos y los castos coros de Vírgenes forman ese majestuoso cortejo, integrado por todos cuantos acá en la tierra se desasieron de los bienes caducos y fueron mansos, mortificados, justicieros, misericordiosos, puros, pacíficos y perseguidos por Cristo.

Entre esos millones de Justos, a quienes hoy honramos y que fueron sencillos fieles de Jesús en la tierra están muchos de los nuestros, parientes, amigos, miembros de nuestra familia parroquial, a los cuales hoy dirigimos nuestros cultos. Ellos adoran ya al Rey de reyes y Corona de todos los Santos, y seguramente nos alcanzarán abundantes misericordias de lo alto.

Esta fiesta común ha de ser también la nuestra algún día, ya que, por desgracia, son muy contados los que tienen grandes ambiciones de ser santos y de amontonar muchos tesoros en el cielo.

Alegrémonos, pues, en el Señor, y al considerarnos todavía remando en el mar revuelto, tendamos los brazos, y llamemos a voces y pidamos a los Bienaventurados del cielo, a los que vemos gozar ya de la tranquilidad del puerto, sin exposición a mareos ni a tempestades. Ellos sabrán compadecerse de nosotros, habiendo pasado por muchas y más recias luchas y penalidades que las nuestras.

Necios, muy necios seríamos, si pretendiésemos subir al cielo por otro camino que el que nos dejó allanado Cristo Jesús y sus Santos.

Por último. Pensemos que esta fiesta será algún día la nuestra, si por la gracia divina e intercesión de los Santos vivimos cristianamente.


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